lunes, 18 de noviembre de 2024

El debate fiscal y las utopías necesarias

María Jesús Montero Vicepresidenta primera del Gobierno de España. Ministra de Hacienda

La fiscalidad es una de las herramientas más potentes que tiene la política para orientar el futuro desde el presente. Para impulsar aquellas transformaciones que son necesarias en las sociedades que aspiran a un mundo más justo. Por ello, hablar de impuestos y utopías no sólo no es paradójico, sino que en los últimos años se están produciendo importantes debates que conviene analizar. Uno de ellos es el relativo a la tributación de la riqueza y el otro tiene que ver con avanzar de manera cooperativa en la capacidad y en la progresividad de los sistemas tributarios, para garantizar ingresos suficientes que permitan a los diferentes países fortalecer las políticas públicas y responder a los desafíos de una economía globalizada.


    Las utopías suelen asociarse a un ideal de justicia imposible de alcanzar. Pero también pueden representar la fuerza motriz de aquello que se aspira a conseguir, es decir, ser impulsoras del propio proyecto de realización y de progreso social que inspira nuestras acciones individuales y colectivas. 

    Si nos acercamos a las utopías desde la primera percepción, la de las quimeras irrealizables, irremediablemente nos llevará a un ejercicio de melancolía. El mundo es cada vez más complejo, llevamos décadas encadenando graves crisis que se superponen y los retos y las tensiones globales se acumulan a tal velocidad, que la sensación generalizada ahora mismo en buena parte de la sociedad puede resumirse en una mezcla de desconfianza e incertidumbre. Las respuestas a los problemas no llegan ni a la velocidad que se demanda ni a quienes más lo necesitan. El “no lugar” del humanista Tomas Moro sigue siendo eso, algo inexistente. 

    Tenemos que sacudirnos ese pesimismo imperante. Necesitamos recordar y recordarnos que las utopías son absolutamente imprescindibles para el progreso de la humanidad. Como decía Eduardo Galeano, “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar". 

    Hoy, la política necesita más que nunca de la utopía para caminar. Para ser valientes y atreverse a plantear nuevos enfoques, nuevas miradas, nuevas fórmulas de acercarse a los problemas, a los tradicionales y a los emergentes. La política tiene que ser capaz de leer la realidad poliédrica que vivimos, de acertar con los diagnósticos, de buscar aliados que nos acompañen en la senda y, sobre todo, tiene que atreverse a superar el statu quo, a explorar, a dar esos primeros pasos del camino para buscar soluciones a los problemas, sabiendo que a medida que se alcanzan las metas, hay que fijarse otras. 
    
    Podría pensarse que hay pocas cosas más tangibles y a la vez menos utópicas que los impuestos. Al contrario, la fiscalidad es una de las herramientas más potentes que tiene la política para orientar el futuro desde el presente. Para impulsar aquellas transformaciones que son necesarias en las sociedades que aspiran a un mundo más justo. 

    Por ello, hablar de impuestos y utopías no sólo no es paradójico, sino que en los últimos años se están produciendo importantes debates a partir de dos fenómenos que conviene analizar. 

 Tributación de la riqueza 

    El primero, el relativo a la tributación de la riqueza. Contamos ya con bastantes evidencias científicas sobre la brecha entre la aportación fiscal de las clases medias y trabajadoras y las grandes corporaciones y personas ultrarricas. Mientras la mayoría de la gente trata de llegar a fin de mes una minoría muy privilegiada amasa cada vez más riqueza y recurre a la ingeniería fiscal para eludir el pago de impuestos. 

     El magnífico trabajo realizado por el economista francés Gabriel Zucman ha permitido poner de manifiesto que la riqueza de los multimillonarios globales ha aumentado del 3% del PIB mundial en 1987 a casi el 14% en la actualidad. Apenas 3.000 personas en todo el planeta acumulan ese volumen de riqueza. Sin embargo, su aportación en términos de impuestos personales supone sólo el 0,3% de su riqueza total. 
    
    En nuestro país, las últimas estadísticas indican que las personas con un patrimonio superior a los 30 millones han aumentado un 2,5%, aunque sólo tres de cada  diez declaran por su patrimonio como consecuencia de la irresponsable carrera fiscal a la baja impulsada por el Partido Popular. 

    Datos y evidencias frente al fracasado relato neoliberal que alienta la teoría del derrame como supuesto motor del dinamismo económico. En los últimos años, organismos y entidades como el G20, la OCDE, el FMI o la Comisión Europea vienen señalando la importancia de que los Estados combatan la desigualdad, porque es un lastre para el crecimiento de la economía y una amenaza para la estabilidad y la cohesión de los países. Como también vienen defendiendo la necesidad de que la comunidad internacional disponga de mejores herramientas y más coordinadas para luchar contra las prácticas de evasión y elusión fiscal. 

    Sistemas tributarios progresivos 

    Y este es el segundo elemento que hay que poner encima de la mesa. Hay un creciente consenso internacional sobre la necesidad de avanzar de manera cooperativa en la capacidad y en la progresividad de los sistemas tributarios para garantizar ingresos suficientes que permitan a los diferentes países fortalecer las políticas públicas y responder a los desafíos de una economía globalizada. 

    Hace una década era utópico pensar que casi 140 países del marco inclusivo de la OCDE y el G20 podrían llegar a un acuerdo sobre la reforma de la fiscalidad internacional con un plan de acción detallado. Pero se alcanzó un consenso histórico, no exento de dificultades, que ha permitido trabajar en dos pilares cuyo objetivo es evitar la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios. De forma muy sintética, se trata de cambiar el lugar donde las empresas pagan impuestos, es decir, que las jurisdicciones de mercado puedan gravar los beneficios que les correspondan; y lograr un nivel mínimo de tributación del 15% para los grupos multinacionales.

    A diferencia de lo que ha ocurrido en otros tiempos, en esta ocasión España sí ha tenido un papel de liderazgo en el debate sobre la configuración de la nueva arquitectura fiscal internacional. Por ejemplo, hemos sido vanguardia en la aplicación de la reforma basada en los dos pilares, tanto en el tipo mínimo global del 15% a las multinacionales como en la distribución más justa de los beneficios. También hemos actuado sobre nuevas áreas de negocio de la economía digital que no tenían un reflejo adecuado en el sistema impositivo tradicional, con el impuesto sobre transacciones financieras o el de determinados servicios digitales. O en las directivas de intercambio de información que han fructificado en la aprobación de diferentes medidas.

     Es decir, hemos demostrado capacidad de adaptación y de innovación en las políticas tributarias, que son el núcleo de nuestro Estado Social y de Derecho. Porque nunca puede olvidarse que los impuestos son la médula espinal de los Estados modernos. 

    Frente a quienes abogan siempre y en toda circunstancia por menos impuestos, conviene recordar que son lo que hace posible un Estado de Bienestar fuerte, que actúa como colchón protector de la ciudadanía cuando vienen mal dadas, como ocurrió durante la pandemia, permitiendo a las familias liberar renta para otras necesidades, y siendo un vector de afianzamiento de las clases medias. 

    Pero, más allá del evidente impacto en los servicios públicos fundamentales y en la garantía de los derechos ciudadanos asociados a ellos, los impuestos permiten desarrollar políticas de inversión y estímulo económico, por ejemplo, en materia de infraestructura, de impulso a la innovación y a la ciencia, a la formación de capital humano o de apoyo a la cultura. Elementos imprescindibles a la hora de configurar lo que se entiende por un Estado moderno. 

    Por eso es importante que los sistemas tributarios sean justos y progresivos, donde contribuyan en mayor proporción los grandes patrimonios, las multinacionales o aquellos sectores que durante las crisis obtienen mayores beneficios. Ahí se enmarcan, por ejemplo, los gravámenes a la banca y las energéticas o el impuesto de solidaridad a las grandes fortunas que hemos desplegado en estos años en nuestro país.

    En esta idea de una mayor justicia fiscal, como base de la justicia social, se está abriendo paso también el debate sobre cómo hacer frente a la transición verde, es decir, cómo somos capaces de proteger el medio ambiente y preservarlo para las siguientes generaciones a través de un modelo productivo que sea competitivo y sostenible. Cómo incentivar que las empresas y las industrias se modernicen, reorienten y adapten su producción hacia procesos más eficientes desde el punto de vista energético va a ser, sin duda, uno de los grandes desafíos de las próximas décadas. 

    Por tanto, cómo conseguir una tributación de la riqueza que sea más justa, cómo avanzar en la compleja coordinación internacional y cómo puede la fiscalidad verde convertirse en motor de la modernización económica son utopías necesarias en las que hay que seguir dando la batalla intelectual e ideológica, desde la evidencia científica, el rigor de los datos, pero, sobre todo, desde el compromiso con el presente y el futuro.