El debate fiscal y las utopías necesarias
María Jesús Montero
Vicepresidenta primera
del Gobierno de España.
Ministra de Hacienda
La fiscalidad es una de las herramientas más potentes que tiene la
política para orientar el futuro desde el presente. Para impulsar aquellas
transformaciones que son necesarias en las sociedades que aspiran a un
mundo más justo. Por ello, hablar de impuestos y utopías no sólo no es
paradójico, sino que en los últimos años se están produciendo importantes
debates que conviene analizar. Uno de ellos es el relativo a la tributación de
la riqueza y el otro tiene que ver con avanzar de manera cooperativa en la
capacidad y en la progresividad de los sistemas tributarios, para garantizar
ingresos suficientes que permitan a los diferentes países fortalecer las
políticas públicas y responder a los desafíos de una economía globalizada.
Las utopías suelen asociarse a un ideal de justicia imposible de alcanzar. Pero también
pueden representar la fuerza motriz de aquello que se aspira a
conseguir, es decir, ser impulsoras del propio proyecto de realización y de progreso social que
inspira nuestras acciones individuales y colectivas.
Si nos acercamos a las utopías desde la primera percepción,
la de las quimeras irrealizables,
irremediablemente nos llevará
a un ejercicio de melancolía. El
mundo es cada vez más complejo, llevamos décadas encadenando
graves crisis que se superponen y
los retos y las tensiones globales
se acumulan a tal velocidad, que
la sensación generalizada ahora
mismo en buena parte de la sociedad puede resumirse en una
mezcla de desconfianza e incertidumbre. Las respuestas a los problemas no llegan ni a la velocidad
que se demanda ni a quienes más
lo necesitan. El “no lugar” del humanista Tomas Moro sigue siendo eso, algo inexistente.
Tenemos que sacudirnos ese pesimismo imperante. Necesitamos recordar y recordarnos que las utopías son absolutamente imprescindibles para el progreso de la
humanidad. Como decía Eduardo
Galeano, “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se
aleja dos pasos y el horizonte se
corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para
eso, sirve para caminar".
Hoy, la política necesita más
que nunca de la utopía para caminar. Para ser valientes y atreverse a plantear nuevos enfoques,
nuevas miradas, nuevas fórmulas de acercarse a los problemas,
a los tradicionales y a los emergentes. La política tiene que ser
capaz de leer la realidad poliédrica que vivimos, de acertar con los
diagnósticos, de buscar aliados
que nos acompañen en la senda
y, sobre todo, tiene que atreverse a superar el statu quo, a explorar, a dar esos primeros pasos del
camino para buscar soluciones
a los problemas, sabiendo que a medida que se alcanzan las
metas, hay que fijarse otras.
Podría pensarse que hay
pocas cosas más tangibles y a la
vez menos utópicas que los impuestos. Al contrario, la fiscalidad es una de las herramientas
más potentes que tiene la política
para orientar el futuro desde el
presente. Para impulsar aquellas
transformaciones que son necesarias en las sociedades que aspiran a un mundo más justo.
Por ello, hablar de impuestos
y utopías no sólo no es paradójico, sino que en los últimos años se están produciendo importantes debates a partir de dos fenómenos que conviene analizar.
Tributación de la riqueza
El primero, el relativo a la tributación de la riqueza. Contamos ya con bastantes evidencias
científicas sobre la brecha entre
la aportación fiscal de las clases
medias y trabajadoras y las grandes corporaciones y personas ultrarricas. Mientras la mayoría de
la gente trata de llegar a fin de
mes una minoría muy privilegiada amasa cada vez más riqueza y
recurre a la ingeniería fiscal para
eludir el pago de impuestos.
El magnífico trabajo realizado
por el economista francés Gabriel Zucman ha permitido poner de
manifiesto que la riqueza de los
multimillonarios globales ha aumentado del 3% del PIB mundial
en 1987 a casi el 14% en la actualidad. Apenas 3.000 personas en
todo el planeta acumulan ese volumen de riqueza. Sin embargo,
su aportación en términos de impuestos personales supone sólo el
0,3% de su riqueza total.
En nuestro país, las últimas estadísticas indican que las personas
con un patrimonio superior a los
30 millones han aumentado un
2,5%, aunque sólo tres de cada
diez declaran por su patrimonio
como consecuencia de la irresponsable carrera fiscal a la baja
impulsada por el Partido Popular.
Datos y evidencias frente al
fracasado relato neoliberal que
alienta la teoría del derrame como
supuesto motor del dinamismo
económico. En los últimos años,
organismos y entidades como el
G20, la OCDE, el FMI o la Comisión Europea vienen señalando
la importancia de que los Estados
combatan la desigualdad, porque
es un lastre para el crecimiento
de la economía y una amenaza
para la estabilidad y la cohesión
de los países. Como también vienen defendiendo la necesidad de
que la comunidad internacional disponga de mejores herramientas y más coordinadas para luchar
contra las prácticas de evasión y
elusión fiscal.
Sistemas tributarios
progresivos
Y este es el segundo elemento
que hay que poner encima de la
mesa. Hay un creciente consenso
internacional sobre la necesidad
de avanzar de manera cooperativa en la capacidad y en la progresividad de los sistemas tributarios
para garantizar ingresos suficientes que permitan a los diferentes
países fortalecer las políticas públicas y responder a los desafíos
de una economía globalizada.
Hace una década era utópico pensar que casi 140 países del
marco inclusivo de la OCDE y el
G20 podrían llegar a un acuerdo sobre la reforma de la fiscalidad internacional con un plan de
acción detallado. Pero se alcanzó un consenso histórico, no
exento de dificultades, que ha
permitido trabajar en dos pilares cuyo objetivo es evitar la erosión de la base imponible y el
traslado de beneficios. De forma
muy sintética, se trata de cambiar el lugar donde las empresas
pagan impuestos, es decir, que las
jurisdicciones de mercado puedan gravar los beneficios que les
correspondan; y lograr un nivel
mínimo de tributación del 15%
para los grupos multinacionales.
A diferencia de lo que ha ocurrido en otros tiempos, en esta
ocasión España sí ha tenido un
papel de liderazgo en el debate sobre la configuración de la
nueva arquitectura fiscal internacional. Por ejemplo, hemos
sido vanguardia en la aplicación de la reforma basada en los dos
pilares, tanto en el tipo mínimo
global del 15% a las multinacionales como en la distribución
más justa de los beneficios. También hemos actuado sobre nuevas
áreas de negocio de la economía
digital que no tenían un reflejo
adecuado en el sistema impositivo tradicional, con el impuesto
sobre transacciones financieras o
el de determinados servicios digitales. O en las directivas de intercambio de información que han
fructificado en la aprobación de
diferentes medidas.
Es decir, hemos demostrado
capacidad de adaptación y de innovación en las políticas tributarias, que son el núcleo de nuestro
Estado Social y de Derecho. Porque nunca puede olvidarse que
los impuestos son la médula espinal de los Estados modernos.
Frente a quienes abogan siempre y en toda circunstancia por
menos impuestos, conviene recordar que son lo que hace posible un Estado de Bienestar fuerte,
que actúa como colchón protector
de la ciudadanía cuando vienen
mal dadas, como ocurrió durante la pandemia, permitiendo a las familias liberar renta para otras necesidades, y siendo un vector de
afianzamiento de las clases medias.
Pero, más allá del evidente
impacto en los servicios públicos fundamentales y en la garantía de los derechos ciudadanos
asociados a ellos, los impuestos
permiten desarrollar políticas de
inversión y estímulo económico, por ejemplo, en materia de
infraestructura, de impulso a la
innovación y a la ciencia, a la formación de capital humano o de
apoyo a la cultura. Elementos imprescindibles a la hora de configurar lo que se entiende por un
Estado moderno.
Por eso es importante que los
sistemas tributarios sean justos y
progresivos, donde contribuyan
en mayor proporción los grandes
patrimonios, las multinacionales
o aquellos sectores que durante
las crisis obtienen mayores beneficios. Ahí se enmarcan, por ejemplo, los gravámenes a la banca y
las energéticas o el impuesto de
solidaridad a las grandes fortunas
que hemos desplegado en estos
años en nuestro país.
En esta idea de una mayor justicia fiscal, como base de la justicia social, se está abriendo paso
también el debate sobre cómo
hacer frente a la transición verde,
es decir, cómo somos capaces de
proteger el medio ambiente y
preservarlo para las siguientes generaciones a través de un modelo
productivo que sea competitivo y
sostenible. Cómo incentivar que
las empresas y las industrias se
modernicen, reorienten y adapten su producción hacia procesos más eficientes desde el punto
de vista energético va a ser, sin
duda, uno de los grandes desafíos
de las próximas décadas.
Por tanto, cómo conseguir
una tributación de la riqueza que
sea más justa, cómo avanzar en la
compleja coordinación internacional y cómo puede la fiscalidad
verde convertirse en motor de la
modernización económica son
utopías necesarias en las que hay
que seguir dando la batalla intelectual e ideológica, desde la evidencia científica, el rigor de los
datos, pero, sobre todo, desde el
compromiso con el presente y el
futuro.